Cuando examinamos las proclamas originales “revolucionarias” de los tres primeros marginalistas (Jevons, Menger y Walras), reprodujimos algunas de las ideas con las que atacaron a la escuela de Ricardo-Mill. Como mencionamos en la introducción, para Marshall, el marginalista y el clásico son dos versiones parciales e incompletas de una misma teoría del valor. El objetivo de Marshall era, pues, conciliar la escuela clásica con la novedosa teoría de la utilidad marginal. Para Marshall, la principal aportación de los marginalistas se limita al estudio del fundamento de la curva de demanda descendente basado en la teoría de la utilidad marginal. Sin embargo, argumenta, el principio de la utilidad marginal no puede tomarse como una ley del valor.
En cambio, Marshall afirma siguiendo la línea clásica, que para tomar la decisión sobre la cantidad a producir y llevar al mercado, los productores no hacen otra cosa que estimar sus beneficios calculados como la diferencia entre el precio de la demanda (cuánto se les pagaría) y el precio de coste, incluyendo en este último los salarios y los beneficios.
El principio del coste de producción y el de la utilidad final son, sin duda, partes integrantes de la ley general de la oferta y la demanda; cada uno de ellos puede compararse con la hoja de una tijera. (Marshall [1890] 1948a: 682).
Siguiendo esta línea, Marshall se enfrentó entonces a la cuestión de determinar los “costes de los costes”, o lo que es lo mismo, los costes reales de producción. Aquí radica el contenido más profundo de la teoría del valor de Marshall: detrás de los precios de todas las mercancías se esconden los dos tipos originales de “sacrificios” que los hombres deben hacer para producirlas, el sacrificio del trabajo y el sacrificio de la espera. La idea de que el trabajo es fuente de valor, como vimos, tiene una ascendencia clásica, aunque aquí no se hace hincapié en el trabajo como “coste” debido al agotamiento físico o al gasto de energía, sino al sacrificio “psicológico” que significa trabajar. Más concretamente, el salario ya no se teoriza como el coste de la reproducción de los trabajadores -claramente, una idea clásica-, sino como la “desutilidad” que sufre el trabajador al ofrecer sus servicios laborales. Junto con el sacrificio del trabajador viene el del capitalista. “La espera” para indicar que cuando un capitalista destina su riqueza a la producción y no al consumo experimenta un sufrimiento y, por tanto, merece una retribución (el tipo de interés). Entonces, los beneficios son vistos como la desutilidad del empresario, que al abstenerse de consumir consigue ahorrar recursos para invertirlos y los beneficios son la compensación por este sacrificio.
Así, según Marshall, el “esfuerzo” de trabajar y el “sacrificio” de esperar son los elementos que, en última instancia, proporcionan valor y precio a los objetos. Si el coste se expresa como desutilidad, entonces puede equilibrarse con la utilidad de la demanda. Como resultado, por primera vez se dio una interpretación adecuada del precio de equilibrio a través de las fuerzas de la demanda y la oferta, ya que ambas fuerzas podían evaluarse a través de la utilidad (positiva o negativa). Este escenario puede ilustrarse con un gráfico ideado por Marshall y que se convertirá en otra de sus señas de identidad: la “cruz” de la oferta y la demanda, que representa el precio de oferta (creciente) y el de demanda (decreciente) a cada cantidad, como los que aparecen en el Gráfico nº 1.
Figura 1. Representación gráfica de las curvas de oferta y demanda de Marshall
Para Marshallian, el precio de todos los productos y de todos los factores (salario/capital) era tal que los respectivos mercados tendían siempre a una posición de equilibrio. Ahora bien, en el equilibrio, la oferta es igual a la demanda, lo que significa que toda la masa de los productos y todos los factores ofrecidos pueden colocarse en el mercado. Esto significa, a su vez, que cualquiera que quiera vender sus productos o servicios al precio de equilibrio vigente puede hacerlo efectivamente. Entre las premisas de la teoría neoclásica se encuentra la de que existe una tendencia automática y magnética que empuja al sistema hacia el equilibrio y no descansa hasta alcanzar ese estado. Esta tendencia al equilibrio en todos los mercados de la economía se conoce como la ley de Say de los mercados. Jean Baptiste Say (1767-1832) expresó una idea que se basaba en el principio de que todos los individuos son a la vez productores y consumidores, ya que cada productor pretende gastar el excedente de su producto en la compra de otros productos. Así, la producción de cada productor es esencialmente la demanda de los productos de otros productores. La ley de Say aparece con bastante frecuencia bajo el lema “la oferta crea su propia demanda”. Así, el equilibrio es sinónimo de pleno empleo. De este modo, el pleno empleo se convierte en una verdadera premisa de la teoría clásica, como veremos a continuación.
